lunes, 22 de diciembre de 2008

¿Por qué sirve de tan poco veces lo mucho que cree saber la cabeza de las cosas del corazón?

Quién no sabe que desear una relación es lo peor que puedes hacer para que aparezca una. Quién no sabe que echar de menos al ex con el que has comprobado ser incompatible es una estupidez. Quién no sabe lo dañino que es caer en rememorar los buenos momentos, las palabras acertadas, los abrazos oportunos, aquellos momentos en los que la incesante mente claudica ante el desmadre de sensaciones causadas por el deseo, la entrega momentánea pero, a veces, tan rotunda...
Pero ¿cómo se hace para que la soledad no se cuele por la puerta trasera acompañada de este equipaje? fijándose dentro y cavando su huequito, como una lombriz invisible, sorda y ajena a todo lo demás. Alimentándose a sí misma, latente cuando el sol brilla pero implacable cuando encuentra su oportunidad. Presente siempre. Bruta carencia cuando nada la eclipsa. Secreto motor de otras ilusiones, cuando nuevas posibilidades juegan entre asomarse o fugarse. Encadenando soledades presentes con pasadas, en una rueda que se antoja hecha de infinitas variantes de las mismas ausencias, de las que la cabeza perdió ya la referencia.
¿abandonarse a un recuerdo que sabes estúpido con la esperanza de agotarlo? ¿acallarlo en el bullicio de buscar suplentes de los suplentes? ¿retomar la tarea de interiorizar que ninguna soledad interna puede ser cubierta por nadie jamás? ¿calentarse al pálido brillo de futuras perfecciones?
Supongo que apenas esperar, comprendiendo a ratos que son sólo mordiscos sin dientes, a que las tormentas pasen, que vientos diferentes cambien los rumores que llegan, otras nubes que mirar.

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